Emilio es un buen hombre. Todas
las mañanas mira por la ventana de su habitación hacia la calle apreciando en
la misma imagen de la ciudad tan solo sus recuerdos de juventud. Nadie
interrumpe esos momentos donde concentrado en nada observa todo. Sus ojos
viejos derraman lágrimas secas que no se dejan ver como si su tristeza fuera
muda y la alegría un anhelo. Nadie lo mira pero él mira todo lo que pasa. Cuántos
autos invaden la avenida, cuántas gentes
transitan por las calles. Cuántas palomas vuelan de cornisa en cornisa y
cuántas tantas veces se abren las puertas de las casas del barrio. Sentado en
una mecedora que no ofrece su delicado vaivén porque los años también afectaron
su madera, tan sólo admira el paso de las nubes. La brisa que a veces golpea su
rostro es lo único que lo anima a sonreír y ante el viento cierra los ojos como
aprovechando aspirar el aire que sus pulmones le reclaman para seguir viviendo.
Dante acaba de vender la última
pintura que tenía disponible. Las vende todos los domingos en el parque cerca
de su casa donde se organiza una feria comercial. Los cuadros son sencillos
pero hermosos: paisajes, mares, animales, bodegones; todos con mensajes muy
puros, mensajes que transmiten calma y paz. Como si el pintor se hubiera
esmerado en, precisamente, conseguir que la gente desaparezca por un ratito y
se sumerja en sus colores. Pero Dante tiene como personalidad todo lo contrario
de las pinturas que vende. Lo hace por obligación, por rutina y para comer. Por
eso, ahora que ha vendido una última pintura, recoge sus cosas y se marcha de
la feria. Está molesto consigo porque pasa mucho tiempo aguardando vender los
cuadros y es que simplemente espera que pregunten por ellos para explicar
torpemente su función y lograr deshacerse de la mercadería que tiene encargada.
Con el dinero ganado Dante compra las cosas de la casa: alimento, útiles de
aseo, medicinas. Se preocupa en gastar lo mínimo y con lo que “ahorra” compra
licor. Al final del día sube a la azotea de su casa con la botella de licor que
logra comprar. La calidad de la bebida no es la mejor pero para una persona
alcohólica eso no tiene mayor importancia. Sentado sobre dos ladrillos y
apoyando la espalda a la pared, bebe el licor directamente del pico de la
botella y siente la satisfacción que le procura el alcohol que ingresa a su
cuerpo como si se tratase de un hombre abandonado en medio del desierto frente
a un refrescante vaso de agua pura. El seco sabor de la bebida lo embriaga
pronto, lo aturde, lo anula. Por eso sube a la azotea, porque no quiere que
nadie lo vea, porque la excitación es tan propia como sus decisiones. Porque en
soledad y borracho él es feliz. Y comparte esa felicidad con la ciudad que
aprecia desde arriba, desde esa desolada azotea ubicada precisamente sobre la
habitación del viejo Emilio. Ambos aprecian el mismo paisaje de cemento. Ambos derraman
las lágrimas que quieren y ambos también, inconscientemente y sin sentirlo, sonríen
diariamente cuando el día termina pese, incluso, a que a veces ni siquiera hay motivos.
A la mañana siguiente Emilio
despierta. Una enfermera lo ayuda a tomar asiento en su cama y le entrega una
taza. - Don Emilio, tome toda la manzanilla -, le dice con cariño. Él sorbe con
cuidado, como remojando los labios únicamente y así varias veces. La enfermera
le alcanza ahora un par de pastillas dentro de un recipiente pequeño. - ¿Quiere
que lo ayude, Don Emilio? -, dice ella. El viejo hace un gesto de rechazo con
notoria lentitud y protege sus pastillas como si se tratara de un tesoro invaluable.
No dice nada y con la misma parsimonia generada por el paso de los años, lleva
a su boca las pastillas y con un último trago de manzanilla las logra pasar. La
mirada atenta de la enfermera parece calmarse cuando Emilio le devuelve la taza.
Ahora ella lo ayuda a cambiarse, lo asea con peculiar cariño y finalmente lo
deja sentado nuevamente en la mecedora frente a su ventana preferida.
Bajo la niebla de la mañana el
cuerpo de Dante se cobija bajo cartones. A su lado yacen dos botellas de licor
barato vacías. El sonido del amanecer de la ciudad lo despierta y ese
acostumbrado dolor de cabeza ya pasa inadvertido. Agrupa las botellas vacías con
el montón de otras más que tiene guardadas en un rincón. Pone a buen recaudo
los cartones que le sirven como ropa de cama y baja al cuarto donde vive con su
hermana menor. Ella ya se fue al colegio temprano. Dante se prepara para un
nuevo día, debe ir a buscar pinturas nuevas y por lo general son dos las que en
la semana logra conseguir para la feria del fin de semana. Mientras tanto
consigue dinero vendiendo las botellas vacías que protege en la azotea pero son
las pinturas lo que mayores ingresos le genera. Sale a la calle para recibir el
aire de la mañana luego de lavarse la cara con agua fría, es su mejor remedio
luego de una noche de alcohol y cháchara con la nada.
En la panadería de la esquina
pide que le vendan pan y leche pero el dinero que lleva solo alcanza para tres
panes. Comienza a gritar y como en otras ocasiones es retirado de la panadería
a empujones. Ya saben que siempre reacciona de esa manera. Pareciera que dentro
de la rutina de clientes de la panadería siempre esperan la llegada de Dante ya
no con miedo sino con, simplemente, disposición para retirarlo como se ha hecho
habitual.
Ya ha pasado la hora del
almuerzo y Emilio continúa con la mirada atenta a la calle. La vejez se ha
llevado sus palabras y los años sus recuerdos. La enfermera lo visita
nuevamente y le dice que es hora de ir a la sala de televisión. -Ya sabe que no
debe estar todo el día en su habitación-, le dice con cuidado mientras lo
traslada a una silla de ruedas. Emilio se deja llevar, finalmente mayores
opciones no tiene. - Además en la sala están sus amigos y quieren saber de
usted como siempre, no los puede desairar, todos lo esperan-, le dice mientras lo conduce al pasillo fuera de su cuarto.
Dante hace de su día una aventura
distinta cada vez. Aún con algo de dinero no destinado a un desayuno sino a su
bebida diaria (sus ahorros de emergencia como él lo llama) va a la tienda y
compra una nueva botella de licor. Curiosamente no toma de día, siempre
encuentra su deleite cuando la noche va apareciendo y visita la azotea, pero la
ansiedad lo obliga a proveerse desde temprano. Luego de eso en el mercado del
barrio, aprovecha en ayudar como estibador y así hacerse de más centavos que
abulten sus bolsillos. Pese a su vicio piensa en su hermana a quien debe
mantener por lo menos alimentada. Siempre se dijo que ella sería mejor que él y
como iban las cosas ya lo había conseguido.
En la sala todos rodean a
Emilio. Lo ven simplemente. No hay preguntas porque de él no hay respuestas. No
hay miradas porque él no los mira: él aprecia y todo lo que aprecia lo hace a
través de su ventana en su habitación. Los demás ancianos del lugar agradecen que Emilio forme
parte de ellos mientras que a él no se le nota ni amargado ni interesado,
simplemente ocupa su espacio y hace lo mismo que todas las tardes con la pasión
que siempre lo mantuvo vivo. Sabe que lo observan con profunda atención pero no siente gratitud por eso, sencillamente se abandona en su pasatiempo.
Y así transcurren las vidas
paralelas de Emilio y Dante, las puntas de la vida con distintos destinos. Dos miradas
que apuntan hacia un mismo lugar buscando quizá nuevas respuestas o simplemente
historias inventadas. Por un lado la experiencia que enfrenta ahora el paso del
tiempo y por otro el caos que no sabe qué enfrentar porque la batalla es contra
sí mismo.
Es viernes por la mañana y
como siempre Dante se despierta en la azotea desde donde domina lo que ve sin
ordenar su propia vida. Levanta la botella que tiene en sus manos y aún
conserva un último sorbo del elixir que tanto necesita y brinda por la falsa
alegría que siente tan embriagada como él. Toma un sorbo más y se despega de su
asiento de ladrillos. Baja a su cuarto, ve hacia la cama de su hermana que como
siempre está vacía porque ya salió al colegio. Se dirige al baño y se lava la
cara con abundante agua. Como si se tratase de un milagro, el agua fría lo
recupera pronto. Se cambia la ropa y sale a la calle.
Emilio acaba de terminar su
manzanilla y las pastillas. La enfermera acomoda la mecedora delante de la
ventana y lo ayuda a acomodarse lentamente. Ella sale un momento de la habitación
y regresa con un paquete. A diferencia de los demás días los viernes ella tiene
la misión de entregarle un paquete al viejo. - Lo abriré como siempre, Don
Emilio, vamos a ver con qué me sorprende el día de hoy -. Emilio mantiene la
mirada por la ventana apuntando sus ojos hacia todo lo que pueda abarcar. - ¡Están
bellísimas! -, dice la enfermera, - nunca dejé de hacer esto por la tardes, las
dejaré sobre su cama -. Emilio no se inmuta.
Al poco rato un muchacho
ingresa a la habitación de Emilio. Se acerca hacia donde él está y ambos ven
por un momento la misma ciudad por la ventana. La ciudad que a diario contemplan los dos. Dante lo besa en la frente con especial
ternura y por fin las lágrimas secas de Emilio se materializan sobre sus
mejillas pero no dice nada. Ninguno de los dos dice nada. Dante busca la mirada
del hombre que tiene en frente de sí pero no la encuentra, aun así lo abraza y comparte por un momento
la sensación de amar, de querer a alguien, de ser de alguien, de no estar solo.
Luego se dirige a la cama y coge las dos pinturas que deberá llevarse a la feria
del domingo para vender, están recién enmarcadas. Se las queda mirando y admirando el gran talento del anciano frente al lienzo. Mira nuevamente al viejo pero no hay nada que decir, y
se dirige a la puerta.
- Adiós abuelo -, le dice. Y se va.
Emilio, como siempre desde su ventana, ve marcharse a su nieto por la acera de enfrente deseando que venda con facilidad sus pinturas e implorando luego no verlo entrar a la tienda a comprar la maldita botella de licor.
Lima, diciembre de 2014.